Que el microcosmos depredador que me habita se compadezca de mí al menos por un par de episodios de amor, que me deje sentir la libertad de una entrega sin pasados ni futuros para gozar un minuto, no, muchos minutos, sin pensar en consecuencias y haciéndome infinita en la imaginación y el corazón de mi amante.
Quiero decir los te-amo desde la inmediatez de la pasión desbocada y no dejar que las miles de trampas de las rutinas insulsas me traguen como a tanta gente que se pasan una eternidad viajando de un extremo a otro de la estupidez colectiva que ha convertido el amor en otro objeto de consumo en el cual se creen con el derecho de exigir garantías, y no de las que realmente importan, sino de las que más duelen, como la de la completa satisfacción de los insanos egoísmos de cada cual. ¿A qué diosa se le piden las cosas cuando ya no quedan dioses que valgan la pena? ¡Ah! Por eso se le pide al Universo, así en mayúscula, como atribuyéndole una fuerza que él mismo desconoce tener o que muy al contrario se entretiene solazándose con los resultados, más aún cuando hay quienes le atribuyen tal grado de sabiduría que pase lo que pase, se resignan a la carga y le agradecen. ¡Cómo se debe reír, esa cosa, cualquiera que sea, santa o vacía, con o sin corporeidad que pueda expulsar las carcajadas!
Siento como se cuela el viento frío a través de mi piel y elude los abrigos con los cuales trato de cubrirla y protegerla. No hay forma de que la rigidez que asumo con insistencia añada calor a este cuerpo que teme abandonar todo deseo para hundirse en la pesadez de los sueños que insisto en postergar a pesar de las rebeliones santas que se me manifiestan por ratos y que me hacen parecer una tonta sin sentido a los ojos de mi gente. No distingo mis terrores de mis anhelos porque todos se parecen cuando se miran en la oscuridad de la vida común, tan común como este día de levantarse, salirse para el trabajo e inventar miles de diálogos que jamás sostengo con quienes me rodean porque el silencio es el resultado más patente de tanto esfuerzo por ser aceptable, aceptada, loada por quienes en realidad ni valen ni me importan lo suficiente cuando les miro de cerca pero que desde la distancia extraviada de un día común parecen dioses y diosas a quienes no debo olvidar levantar mis humildes súplicas por un poco de qué… yo en realidad no sé.
No sé ni para qué pienso en esto. Me concentro en lo que tengo de frente, aparte del frío, y sólo veo una eternidad de tareas pendientes y nada de espacio para revivir esta carne que me pesa en los huesos. Así es como se desvanecen las imágenes, que vuelvo a mirar, mientras me llevo a los labios una taza blanca y pulida, redondamente perfecta, de café. ¡Qué platillo perfecto el que la acompaña! Olvidé el azúcar. Bueno, qué importa. Miro a la mujer que trabaja afanosamente para mantener corriendo la rutina de este espacio que ya siento parte de mí aunque es sólo una de las paradas del día. Me pregunto cómo sobrevive ella a tanta mesa y a tanto trapo que restregar en los rastros de café, pan y sabe dios qué otras cosas más. Cómo se soporta las manos y cómo las puede desprender de esta estampa para acariciar con ellas a sus amados o amadas. Me pregunto qué sentirá cuando se pasa las manos por la cara para limpiarse el sudor o cuando se retoca el peinado.
Desvío la mirada a la mujer que se me acerca y no puedo evitar mirarle las manos. Pasan por mis pensamientos el infinito universo (ahora en minúscula, claro, no le estoy pidiendo ningún milagro) de cosas que ha de haber tocado con esas manos. ¿Cuántas cosas maravillosas, cuántas muñecas de trapo, cuántas piedrecillas y tortas de barro, cuánta sangre, cuántos dolores y cuántas amantes que hoy me tocan desde ella al posar en mi hombro una de esas manos mientras me planta un beso en la mejilla? Un beso con doble significado por cierto, porque no es lo mismo un beso dado en la mejilla a cualquiera que un beso con intenciones subyacentes, esas que ambas conocemos, que nos hacen una y que nos hacen sonreír con un poco de amargura ante la certeza de nuestras consecuencias.
La miro mientras se sienta y me interroga más con la mirada que con palabras por el montón de abrigos que traigo encima y que me hacen verme más extraña de lo común, estoy segura que casi ridícula, en un lugar en el que casi nadie trae más de lo necesario para soportar las temperaturas de una incipiente primavera. Quizás el frío lo traigo desde otra dimensión, la dimensión desconocida, dice ella, no la dimensión de la estupidez de tanto darme con la cabeza en contra de las paredes sociales, ya vas de nuevo con tu pesimismo, me pregunto cuán pesimista se puede ser sin llegar a hartarse de una misma, porque no estoy harta de mí misma, al menos en este segundo, ya veremos luego. Y ambas nos quedamos en silencio como esperando que pasara ese segundo para luego ver si por fin alcancé el estado kármico de hartazgo del cual hablo. ¿Utilicé bien la palabra “kármico”? Creo que la estoy sacando totalmente de contexto. Pero bueno, a los pensamientos no se le da delete así que ahí quedó en la memoria del instante.
Me toma las manos y le pregunto si quiere que le pida un café. Ella misma lo pide y vuelve a sentarse frente a mí. Es un encuentro aburrido, sin porvenir, porque no tenemos mucho que decirnos y a la vez queremos hacernos las desentendidas de nuestra nueva situación vital. Estoy pensando cómo decirle que no voy a dejar el trabajo y que mucho menos voy a viajar a ningún lado para someterme a tratamientos o escarmientos o como quiera que le llamen hoy en día a esas cosas. No vas a hacer nada, verdad, no, ya lo sabía, te conozco lo suficiente, para qué voy a hacer nada si sé que ya a estas alturas con este cansancio de poco me vale, sí, sí, ves, ya se me dio, ya estoy harta de mí, así que ésta es la vía rápida de escapada, y los demás que nos jodamos, no sé por qué, si se liberarían también. Silencio de nuevo. Ambas miramos a la gente que pasa como pensando qué más decir sin caer en una discusión que nos reste del tiempo que nos queda.
El tiempo se va en fast forward y de momento sólo somos un amasijo de manos (con su infinito universo) y bocas que despedazan el aire de la habitación para quedar dolientes en el fondo de miles de besos desmadejados, abandonados a su suerte y aferrados a los deseos que me habitan y la habitan por puro amor y puro terror a los cielos abiertos, a los pájaros azules que tanto nos prometieron y a la mar salada que se nos vacía desde el alma cuando los abrazos no dan para tanto, no dan para tanto.
Sostengo con mi índice y mi pulgar el último hilo rojo que nos une, y lo halo hasta partirlo para dejarme ir en los ríos de frío que me llaman y hacerme una con nada, en cero.
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