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viernes, 2 de marzo de 2007

A golpes de imágenes (cuento)

Voy a volarme la cabeza a golpes de imágenes. No hay pistolas o escopetas que superen esta insaciable necesidad de ver y sentir repulsión por lo visto, y voltear la cara para lograr respirar y volver a mirar. Cada vez que me llaman para ver, un vértigo oscuro me obliga a agarrarme de lo primero que encuentre para no caer de rodillas. La expectación y el miedo compiten mano a mano y a fin de cuentas no sé cual de los dos es el vencedor. Sólo sé que siempre llego a mis citas y que todo transcurre como en una nube de esas que tantas veces han transportado a soñadores enamorados a ver a sus amados.
Mis amados no son fáciles de entender. Tampoco yo. A veces me pregunto por qué insisto con esto y hasta cuándo lo toleraré. Las calles sucias y pestilentes por las que caminamos parecen haberse contagiado con la sordidez y la tristeza que nos rodea desde sus cuerpos debilitados de tanto aspirar a una realidad que nunca les alcanzará. Hoy me encuentro más débil que otros días. Camino y camino inseguro, tocándome a cada rato el bolsillo del pantalón para asegurarme de que tengo mis cosas.
¿Te sientes bien?, me pregunta Alex. Creo que sí, crees que sí, no me veo bien, no tan bien, pareces mareado. ¡Ah! Hoy se me nota el mareo. Seguimos caminando calle abajo y ahora las aceras y el pavimento tienen el brillo que las lloviznas imprudentes de hace unos minutos les acaban de dar. Ya todos comienzan a salir de sus madrigueras para pasearse y esperar. Amo estos seres dolientes que ignoran su dolor porque lo viven desde la inmediatez de un beso furtivo o la carrera desbocada de su espíritu para alcanzar otro día, sin importar cómo, sólo otro día… y sorprenderse vacíos no por placer sino por necesidad.
¡Qué vida jodida! grita uno de ellos desde la sombra de un balcón desmadejado por las enredaderas que yacen con sus flores cerradas por tanta oscuridad. Me pesa la cabeza y miro de reojo a Alex. Ya está encaminándose a uno de ellos y noto la posición defensiva del otro. Los movimientos de Alex son pausados y casi parece escurrirse entre las miradas de los demás y de mí mismo. Sus manos en los bolsillos se mueven lentamente para dejar ver que están libres y que no lleva nada en ellas. Ahora las mueve agarrando sólo el aire y balanceándolas a ambos lados de sus caderas para tratar de demostrar una tranquilidad que no siente, que está ausente en medio de su propio miedo y deseos de defenderse.
¿Qué somos? No somos nada y a la vez todo. En cada segundo de los que dedicamos a nuestros amados somos a la vez sus juzgadores. Sus vidas casi nos ofenden aunque lo neguemos. Por eso el asco, por eso el querer voltear la cabeza, por eso el vértigo. Por eso el abandono de todo lo demás cuando la luz del día nos espanta de los ojos los cuerpos rotos y mercadeados entre las estupideces que se nos han hecho cotidianas. ¿Qué hay de nuevo en este deambular nocturno que ahora nos llena y nos trae de un extremo a otro de las veredas que existen en calles que parecen mundos alternos o tal vez paralelos al de las otras avenidas? No hay mundos alternos porque no hay elección posible.
Alex ya está cerca de uno de los amados. Sus pasos se hacen lentos y cadenciosos y yo me recuesto de la vitrina a mi espalda, buscando apoyo. Respiro y en cada bocanada inhalo el resentimiento oscuro que emana de los cuerpos que me rodean. Me siento en el centro del circo aunque creo que sólo soy un espectador. El cerco de luz me ha puesto en evidencia y ya se me hace difícil mirar. Ya tengo que voltear la cara para coger aire y sacar las fuerzas que necesito para continuar mirando, mirando las bocas que se mueven, los cuerpos que se mueven y a Alex en el centro, rodeado por su propio halo de luz que me ciega y que atrapa en su cerco un entorno que es confuso, que duele, que hiere, que me hace sangrar el espíritu. Abro mis ojos súbitamente y me enfrento a mi imagen, desdentada, demacrada, purulenta, que me mira azorada desde la vitrina. Quiero volar con esa imagen y la embisto con toda la rabia del mundo.

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