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lunes, 19 de octubre de 2009

El nacimiento del primer fetiche


Presentado en "Fetiche", actividad del Colectivo Homoerótica

16 de octubre de 2009 en Coribantes


En el principio fue el vacío… una oscuridad en la cual la mente de la Creadora comenzó a dejarse habitar, asombrada ante las sinuosas insinuaciones de la Nada que sonreía perversa a la orilla de un universo inexistente… aún. En esa oscuridad sin cuerpo se puede jugar a ser diosa creadora… parir imágenes que dan vida y cuerpo a los deseos que se mueven a la velocidad de la luz… y quebrantan la soledad.

El deseo primigenio es el del poder. Y porque podía, la Creadora dio vida un ser que le permitiera ejercerlo a través del verbo hecho carne. No contaba con la persistencia de la oscuridad y el silencio provocado por un pedazo de carne sin alma que vagaba de un lado a otro, exhibiendo un cuerpo desnudo de sensualidad y carente de deseos… y por lo tanto inútil para sus planes.

Algo se quebró dentro de la mente de la Creadora, y un suspiro de estrellas se le escapó desde un rincón abandonado de sus pensamientos dispersos. Un pedazo de universo, pulsante y rojo, nació en ese momento… y con él, la idea de una imagen que se impregnara de espíritu y deseos propios. El deseo impregnó la carne y se deslizó suavemente por los nuevos soles ardientes. Su movimiento hizo gemir a la Creadora que se sorprendió al sentir su propio deseo y arqueó su cuerpo estelar en un intento de alcanzar el infinito… Una estela de imágenes se escapó desde la carne hecha mujer y la Nada se atrevió a dar un paso para aferrarse a las más bellas. Las atrapó en su boca ávida de sabores y atesoró los recuerdos de voces apagadas por la distancia, inasibles desde el apuro por beberse un beso, libar la belleza y satisfacer su propia sed… luego se arrastró furtivamente y se arrinconó en su atalaya de anhelantes miradas.

Otros ojos se unieron a la Nada, y comprendió que no estaba sola, pues la creación ya no dependía de la Creadora, sino de la carne y sus deseos, que se multiplicaban sin comprender que no eran más que un juego de luces, una línea de vidas que se multiplicaban en red hasta el infinito vacío de un cosmos incompleto aún.

El deseo de la Creadora se hizo realidad, y palpó su propia carne con placer porque sabía que desde ella se haría una con la Mujer creada desde las imágenes y la carne de su propio poder. Era ella misma y a la vez otra… su mano se movió suavemente para palpar su sexo y se sorprendió a sí misma cerrando los ojos… lo que imaginó, provocó un estremecimiento de la Nada y nuevos soles estallaron en el pedazo de firmamento que nació. ¿Quién los creó?

La Mujer corrió despavorida para evadir la lluvia de luces que invadió el cielo de la nueva tierra habitada. La Creadora observó atenta y el miedo de la otra le irritó. ¿Para qué la carne? ¿Para qué la voluntad? Para dominarlas. Para desearlas. Para el propio placer. Ahora la Nada se irguió atenta. Ese pensamiento le interesaba. Se deslizó suavemente sobre la tierra y llegó hasta la Mujer siseando conjuros aprendidos en las largas eternidades en las cuales la palabra de la Creadora era lo único que la habitaba a ella. Reptó por la pierna de la Mujer dejando una vereda de frías punzadas y le traspasó la piel con miles de sensaciones robadas a la Creadora. Le puso palabras en la boca entreabierta, profundidad en la mirada y calor en su sexo para que lo descubriera… y la Mujer supo que era vigilada y utilizada… y en vez de temer, sintió ira.

-¿Qué soy?- gritó a un cielo sin vida que ni siquiera la miró.

La piel de la Mujer anheló el tacto de otra piel que le diera respuestas. Sentía la textura de cada uno de sus poros y sus ojos se perdieron en el paisaje salvaje y llameante consciente de su soledad. La Nada desapareció y se sentó tranquila para ver la historia recién creada desde su orilla en un planeta que ya existía desde la involuntaria pasión de las ideas hechas carne.

La Creadora pasó sus dedos por la espalda sudorosa de la Mujer conteniendo un jadeo de satisfacción al saber que la otra sólo existía para ella. Sintió la energía que se le escapaba a través de cada poro de su inventada piel e hizo un ejercicio de voluntad para someter su nuevo cuerpo al poder del deseo que anhela ser satisfecho. De pie, la Mujer inclinó la cabeza y se miró el cuerpo como si lo acabara de descubrir y se maldijo. Ella era nada y su sumisión al poder era todo. La Creadora sonrió con los pensamientos de la Mujer y su mirada infinita pudo ver cada pedazo de su piel sin tener que darle la vuelta. Era una fruta jugosa. Un árbol cruzó la mirada de la Creadora y miles de semillas se desprendieron de sus ojos. Acercó a la Mujer a su pecho y alimentó su sed con la tensión que perlaba esa piel que de momento era todo y a la vez nada. Los deseos de la Mujer se convirtieron en el anhelo de la Creadora y casi sin darse cuenta, dejó que sus manos abrieran a la otra para saciar su hambre divina. La Mujer quedó vacía de deseos. Comenzó a amanecer y se hizo el día. Una lengua ardiente le atravesó el alma y se desplomó.

La Creadora abrió los ojos desde su mente y oteó el horizonte del universo, las estrellas ocultándose en el horizonte, los soles rojos, amarillos y anaranjados que coronaban la primera mañana de la eternidad. Se sintió satisfecha consigo misma, sintiendo cómo palpitaba su sexo, su vientre, sus labios de fuego de los que escapaban los ardientes hilos de la lava volcánica que saboreó en la Mujer-tierra, Mujer-volcán, Mujer-diosa que acababa de arrasar. Tomó la piel vacía con la punta de los dedos y la sacudió un poco. Sí, le serviría. La Nada la rodeó y le robó un recuerdo. Un soplo de brisa dejó confundida a la Creadora por unos segundos y cuando miró la piel que sostenían sus manos deseó ardientemente oler y saborear esa piel, ponérsela, acariciarse con ella. Nada quedaba en su mente, la mente creadora, de la idea de la Mujer. Otras mujeres habitaban la tierra y la Creadora no las deseó. La piel en sus manos la obsesionó con su sumisión y no le extrañó la ausencia de mirada.

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